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VISIONES

Roma I. Bruta fundación

Texto fundacional creado desde los datos de la www.audioguíaroma.com, la conferencia de Eva Tobalina para Raíces de Europa y la obra SPQR de Mary Beard.

Ruinas del Templo de Vesta en el foro romano.

Episodio I: Formas cóncavas de violación

El fuego se mantenía encendido. El fuego se mantenía encendido, atemperando los espíritus del hogar e iluminando el futuro. Rea Silvia, forzada Virgen Vestal por el capricho del rey Amulio, cuidaba la llama. Condenada desde niña a la castidad y a la combustión para la diosa Vesta, Silvia se consolaba encomendada a lo sagrado de sus atribuciones. Pero nunca dejó de rumiar, en silencio, su virginidad como una forma cóncava de violación. Igual que nunca dejarían de hacerlo muchas de las que le siguieron. En la época imperial, estas sacerdotisas vestales entraban al coliseo por una puerta diferente a la de los gladiadores, no las fuera a excitar la cercanía de hombres gloriosos y atléticos. Un día, Rea Silvia, se cansó. Y, a los pies de la hoguera sacra y con la espalda fría por el contacto de las losas del templo, yació. Una llovizna de chispas de fuego abovedó la penetración. Convulsiones irreligiosas hicieron temblar las paredes del santuario, que segregaron chorros de polvo. Silvia sentía al fin el adentro de la carne, pronunciado en la piel. Sanó lo prohibido. A los pocos meses del acto, la túnica ya no podía disimular más el embarazo. Dos gemelos flotaban apretujados en el sacrilegio. Los rumores de progenie llegaron hasta Amulio, quien, cadenas preventivas mediante, interrogó a Silvia. Rea siempre.

  • Fue Marte. El dios Marte -Tu dios Marte, pensaba- me violó.
  • ¿Dices que Marte, dios de la guerra y de la virilidad masculina, es el padre de tus hijos? – Amulio, drogado de autoridad pero no de ficciones, sospechaba.
  • Eso digo. Un falo incorpóreo surgió del fuego entre una tormenta de chispas mientras yo cumplía con mis obligaciones de soplo y leña. Me señaló. Yo retrocedí asustada, arrastrándome por el suelo helado, hasta que mi espalda chocó con la pared. Y allí, sin escapatoria, el miembro volador me agredió las vísceras. – Rea Silvia no taimó la gravedad de su relato para darle la mayor vivacidad posible. Con su boca llena de mujer acusó directamente al dios rector de las pasiones opresoras de Amulio, al dios Marte. Marte añadió otro acto de violencia a su teatro de la crueldad y otro ejemplo para adoradores suyos como Amulio. Amulio condenó por segunda vez, ahora a muerte, a Rea Silvia. Rea Silvia parió a sus dos hijos y lloró, antes de ser ejecutada, porque sus bebés iban a ser tirados a las aguas pestilentes del Tíber.

Y así fue. Así a medias. El soldado encargado de ahogar a los bebés se compadeció de ellos, quién sabe si por impotencia o por piedad. Los metió en una cesta y los dejó en la vega inundable del río, no en su cauce hondo y tragón. Allí fueron encontrados unos pocos días después: llorando en una cesta de pan que verdeaba entre ranas y barro. 

Episodio II: El asilo de los fratricidas

Los llantos llegaron hasta los oídos de una ‘lupa’ que descansaba en el río de los malos usos del lupanar. Usó sus pechos, manoseados por pastores pero en suerte lactante, para amamantarlos. Los acunó en su regazo, donde debía estar su hijo fallecido. Les regaló su cuerpo como debieran darse todos los cuerpos: sin cambio por monedas. Les adecentó una cueva segura. Los regó con la higiene del amor, recluyendo toda su suciedad en el prostíbulo. Les dio, otra vez, la vida. Una vida distinta a la que pudieron llevar: del fuego interminable a las goteras de hongos, del templo sagrado a la cueva solitaria. Los gemelos crecieron como hiedra salvaje, que pronto sobrepasó los límites de la cueva. Y se llevaron su oscuridad fría fuera de ella, como acechante en algún bolsillo interior. A pesar de los esfuerzos hogareños de la ‘lupa’, los niños comenzaron a mezclarse con delincuentes y desheredados, a agrupar a fugitivos y bandidos. Muchos apátridas fueron engordando la etnia fluida de la cesta del Tíber, haciendo del hogar extranjería. No sin la fontana di sangue típica de las juntas de malhechores. Un gen doble que machacaba e integraba a la otredad se perpetuó desde aquellos hombres hasta el futuro dominio mediterráneo, donde esclavos y emperadores venían de cualquier lugar del orbe conocido. La madre improvisada de los gemelos enfermó de verlos perderse en cacicadas, de sufrir en el lupanar, de desdoblarse tanto. Mientras los gemelos crecían elásticos emboscando a transeúntes que cruzaban el Tíber, el cuerpo de su nueva madre comenzó a encorvarse y endurecerse. Como afectada de una lepra aristocrática, la piel se le empezó a caer dejando a la vista durezas de bronce. Los gemelos lideraron las colinas, convertidas ya en asilo para marginados que cobraban del cruce del río de etruscos y griegos. La madre se fue ralentizando con cada acto delictivo de sus hijos, volviéndose cuadrúpeda y broncínea. Hasta que la enfermedad del desamor se la llevó: el coloquialismo se hizo literal y la prostituta se hizo loba, quedando oculta entre la maleza podrida del río, fosilizada en bronce.

Los gemelos, con otra madre menos, trataron de fijar su asentamiento de truhanes. Uno, el más voluminoso y severo, apostó por la colina del Palatino, que estaba más retranqueada sobre el vado del Tíber y, por lo tanto, mejor posicionada. El otro, más enigmático y espectral, apostó por la colina del Aventino, justo sobre el vado del Tíber y, por lo tanto, mejor posicionada. Para solventar su disputa territorial recurrieron a los dioses. Consultas que se institucionalizaron durante toda la historia siguiente del vado del Tíber. Cada uno de los gemelos subió a su altura seleccionada a esperar el augurio que firmara su elección. El segundo, el más enigmático y espectral, miraba el trozo de cielo sentado sobre el Aventino, atento a señales. Las formas de las nubes no decían nada singular. El clima estaba despejado, sin ningún dramatismo del que inferir divinidad. Hasta que al fin, seis aves gigantes cruzaron el horizonte. Era lo que estaba esperando. Con zancada flaca pero emocionada, bajó del Aventino a la carrera. Y, cuando llegó hasta su hermano, aposentado en el Palatino, le transmitió las noticias de los dioses. El gemelo voluminoso y severo no hizo ningún ademán y esperó a que su hermano mirara a su alrededor. Cuando este se giró, vio un buey y una vaca pastando. Estaban unidos por un yugo del que salía un arado. Una línea excavada en la tierra se alargaba a su espalda y parecía dar la vuelta a la colina del Palatino. Entonces el gemelo severo habló:

  • Doce aves enormes han cruzado volando sobre el Palatino. Los dioses han dictado que este es nuestro refugio. Y tú, hermano mío, acabas de violar sus fronteras sagradas.- Acto seguido, desenvainó su espada y asesinó a su hermano, convirtiéndolo en un enigma y un espectro.

El buey y la vaca siguieron paciendo en la mañana, ajenos al charco de sangre sobre el que yacía la primera víctima mortal de Roma. El hermano vivo, voluminoso y severo, se acabañó en lo alto del Palatino, donde en su memoria se acomodó Augusto siglos después. De aquella primera violación de la linde romana y su duro castigo quedaron resonancias del futuro. Por ejemplo, en los graznidos de los gansos que derrotaron a los galos. Si bien la tribu gala de los senones había derrotado a los romanos en Alia y había entrado hasta dentro de las murallas de su capital, aún no habían dado el golpe definitivo, que se preveía en el Capitolio. Después de arrasar senadores, mujeres y documentos, los galos treparon en la noche a la colina del Capitolio, donde se atrincheraban los defensores por ser un terreno escarpado y de culto a los dioses. Una de estos era Juno, a cuyo tributo se sacrificaban gansos. Y fueron estos animales los que alertaron con su graznido de la sigilosa llegada de los galos. Su ruido despertó a los centinelas y la amenaza pudo ser repelida. Desde entonces, en registro animal de la gloria y de la humillación, un ganso se sentaba en el Circo Máximo a ver cómo unos perros eran sacrificados en su honor. Otro episodio de transgresión y reprimenda, este de infinita escala, fue el protagonizado por Aníbal. El general cartaginés cruzó los Alpes para aplastar el territorio romano con sandalias de elefante. Y se plantó en frente de Roma. Pero, por cuestión táctica, desdeñó la dilación del asedio. Los sacerdotes romanos, ajenos a la estrategia militar pero nativos de la abstracción, consultaron los libros sibilinos, que les apremiaron para ir al santuario de la diosa Cibeles en Asia Menor. Hasta ese fin del mundo conocido se envió una embajada, que trajo en barco un trozo de meteorito que representaba a la diosa. Aníbal levantó su campamento de las narices de Roma y continuó hacia el sur, manifestando su genio rojo en Cannas. Pero en Zama perdió. Y Cartago fue arrasada por los vengativos romanos hasta sus cimientos, su tierra arada y sembrada de sal para que nunca más creciera nada. Cibeles, como los bandidos del principio, llegó al asilo de foráneos y fue la primera diosa extranjera en ser adorada en Roma.

Episodio III: Desestimando el amor

El gemelo asesino aspiró, desde muy pequeño, a eternizarse. Y lavó la cara de sus bandidos y fugitivos construyéndoles un tatarabuelo venido de la Guerra de Troya. Eneas, héroe del mito bélico, siguió como un perro amaestrado el itinerario de Virgilio para Augusto, que le llevó hasta el origen del Palatino. La sombra de Roma debía crecer en símbolo y volumen. Más allá del robo, necesitaba parir para engrandecerse. Como la violencia era capitalizada por los varones, ninguna mujer se había acercado a los sotos del Tíber a delinquir. Las féminas más próximas habitaban en la colina del Quirinal: eran sabinas, pertenecientes a una tribu cercana. Desestimando el amor, la seducción o la elocuencia, los maleantes del Palatino planearon su rapto. Así que invitaron a los vecinos sabinos a una fiesta religiosa y, cuando el gemelo asesino hizo un gesto, las mujeres fueron secuestradas. 

Interpretación de Pablo Picasso de El rapto de las Sabinas de Jacques-Louis David. Imagen extraida de www.pablopicasso.org

Los raptores vistieron su atrocidad de erotismo, de cortejo, de diversión, e incluso de favor o represalia. Pero los sabinos, que no compartieron ninguna de esas visiones amainadas de la atrocidad, les declararon la guerra. Contaron los romanos que fueron las propias mujeres, instantáneamente enamoradas, las que intercedieron para que sabinos y romanos convivieran a partir de entonces en una diarquía. Tito Tacio, el rey sabino que gobernó junto al gemelo asesino, fue asesinado. Y así es como Rómulo, cuyo nombre suena a deformación etimológica de Roma, mandó en solitario sobre sus criminales, sobre las avasalladas por sus criminales y sobre los vástagos de todos, que se postergaron durante siglos… Hijo de dos madres defenestradas y del dios de la guerra, padre de la genética beligerancia de Roma. Rómulo. La Ciudad Eterna que casi lo fue. Su gloria nervada por la violación y el salvajismo.

Edades después, la Luperca de bronce y colmillos fue encontrada. Esperaba enterrada bajo los escombros de demasiada Roma, hundida en los cimientos cenagosos del Tíber. La limpiaron hasta que recuperó su brillo negruzco. La subieron a un pedestal. Y le pusieron dos bebés colgando de las tetas.

Fotografía de la escultura de la Loba capitolina extraída de los Museos Capitolinos

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